viernes, 18 de octubre de 2013

Balada de Hans y Jenny (Aquiles Nazoa)


Amar a Jenny era como ir comiéndose
una manzana bajo la lluvia.

Era estar en el Campo
y descubrir que hoy amanecieron
maduras las cerezas.

Hans solía cantarle fantásticas
historias del tiempo en que los témpanos
eran los grandes osos del mar.

Y cuando
venia la primavera, él la cubría con
silvestres tusilagos de trenzas.
La mirada de Jenny poblaba
de dominicales colores el paisaje.

Bien pudo Jenny Lind
haber nacido en una caja de acuarelas.
Hans tenía una caja de música
en el corazón,
y una pipa de espuma de mar,
que Jenny le diera.

A veces los dos salían de viaje por
rumbos distintos. Pero seguían amándose
en el encuentro de las cosas menudas
de la tierra.

Por ejemplo,
Hans reconocía y amaba a Jenny
en la transparencia de las fuentes
y en la mirada de los niños
y en las hojas secas.

Jenny reconocía y amaba a Hans
en las barbas de los mendigos,
y en el perfume de pan tierno
y en las más humildes monedas.

Porque el amor de Hans y Jenny era
Intimo y dulce como el primer
día de invierno en la escuela.
Jenny cantaba las antiguas baladas
nórdicas con infinita tristeza.

Una vez la escucharon unos estudiantes
americanos, y por la noche todos
lloraron de ternura
sobre un mapa de Suecia.
Y es que cuando Jenny cantaba,
era el amor de Hans
lo que cantaba en ella.

Una vez hizo Hans un largo viaje
y a los cinco años estuvo de vuelta.

Y fue a ver a su Jenny
y la encontró sentada,
juntas las manos,
en la actitud tranquila
de una muchacha ciega.

Jenny estaba casada y tenía dos niños
sencillamente hermosos como ella.

Pero Hans siguió amándola
hasta la muerte, en su pipa de espuma
y en la llegada del otoño
y en el color de las frambuesas.

Y siguió Jenny amando a Hans
En los ojos de los mendigos
Y en las más humildes monedas.

Porque, verdaderamente,
nunca fue tan claro el amor como cuando
Hans Christian Andersen amó a Jenny Lind,
el Ruiseñor de Suecia.

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