sábado, 26 de febrero de 2011

El cumpleaños..., el libro más hermoso del mundo



   El cumpleaños de Juan Ángel quizás no sea el libro más conocido de Mario Benedetti; y Benedetti, aunque bastante conocido y reconocido, definitivamente no es el más tomado en cuenta en el ámbito académico, por los motivos que sea. En mi caso particular, los primeros acercamientos significativos a la literatura fueron por medio de este autor: por mi casa rodaban todos sus libros: mi papá, compatriota del poeta, siempre le tuvo, más que admiración, un amor casi filial que luego me transmitió. Lo que pasa es que Benedetti, en el Uruguay, es una figura que toca de manera muy íntima, tanto a jóvenes como a viejos, pero sobre todo a aquellos que todavía guardan, sin escándalo o tragedia, pequeñas o grandes cicatrices de la dictadura y de los años de exilio. Porque, creo yo, el exilio no es necesariamente geográfico: quien no se fue del país, se fue de alguna manera de sí mismo, una parte del alma fue expulsada por el miedo, en ocasiones para no volver. Aunque, claro está, siempre hay excepciones.

   Benedetti era –es- un montevideano más. Muchos le veían, cuando su esposa Luz seguía con vida, caminando por la calle con ella del brazo. O solo, tomándose un café en alguna mesa. Después de enviudar, al parecer se le vio menos.

   El cumpleaños de Juan Ángel lo encontré tarde; aunque es del año 1971, al momento de leerlo ya conocía varios libros posteriores a éste. Es una novela corta, o poema largo (está “narrada en verso”, si se permite proponerlo de esa manera), en que Osvaldo Puente, el personaje principal que luego pasará a llamarse Juan Ángel, se presenta desde que es niño hasta la adultez, siempre situándose en el día de su cumpleaños. Así, comienza cumpliendo “ocho agostos” y culmina justo a las doce, cuando comienza el día de su cumpleaños número treinta y cinco. A partir de esa primera aparición del personaje, no vivimos con él cada uno de sus cumpleaños, sino sólo algunos, en general aquéllos que marcan un tránsito “importante” o los más significativos, por ejemplo “a los once años flamantes [cuando] hay que mirar las otras/ azoteas” (24); por ejemplo a los treinta y uno cuando “la seguridad va a ser profanada/ la seguridad va a ser profanada/ la seguridad va a ser profanada” (66).

   El cumpleaños… es un libro más referente a lo humano que a lo político. Este niño ya aparece presintiendo, sin saberlo, toda una vida, donde a los primeros años asechan los posteriores, y con ellos la hostilidad del mundo: el egoísmo, el poder, la enfermedad de ser adulto y resignarse, el horror que siempre está en alguna parte; y esa “alguna parte” se acerca a veces más de la cuenta. La dictadura se da de pronto, sin mucho aviso, después de una tarde cálida de verano a la que sigue un día frío en el cual, luego de esa “calma chicha”, de ese ambiente enrarecido donde “las estatuas no tienen aspecto saludable” y “los edificios públicos están oscuros y sucios y vacíos” (66), Osvaldo se siente observado mientras, en un bar, sostiene la reunión que lo hace ingresar a la clandestinidad. Cuando llega a la casa donde recibirá su nuevo nombre, donde se encontrará con otros cuyos nombres también han sido cambiados para ejercer la silenciosa lucha, son ya las ocho y cuarenta, y el ahora “Juan Ángel” cumple treinta y tres años: sus cumpleaños se suceden en un día muy largo, o en una vida que pasa tan rápido como un día. El niño Osvaldo Puente de las siete y cincuenta de la mañana es en la noche un adulto como todos, es Juan Ángel recién bautizado, quien hace rato ha pasado a tener odios, rencores, desgana.

   Sin embargo, en los últimos momentos de la novela, cuando se encuentran cercados por la “seguridad” en esa casa, a la que ha sido seguido el último en ingresar; en esos momentos de oscuridad y tensión en que el fuego desde afuera es respondido con fuego desde adentro; justo antes de que todos comiencen a lanzarse al pozo, a escapar por las cloacas, Juan Ángel comienza a rememorar con nostalgia aquellas imágenes tempranas de su vida, pero “tan lejos de eso como de un ramillete de nomeolvides…” (101), endurecido y en medio del horror que entonces quedaba muy lejos, pero todavía con algo encendido adentro, con un remedio quizá pequeño -pero al menos con un remedio-, o con una intención del mismo que es esa lucha, ese exponer el pellejo para salvar la conciencia.

   Recuerdo que cuando leía este libro por primera vez, las imágenes del niño Osvaldo Puente me parecían hermosas y terribles, al contrastar el contexto cotidiano de la infancia y la sencillez con que éste es vivido por quien todavía no ha aprendido nuestros egoísmos, juicios y prejuicios, nuestras mil maneras del odio; al contrastar eso con la “humanidad” que lo espera, donde rápidamente se pudre la inocencia. Esa voz que enuncia el poema, aunque es en primera persona y encarna al niño, ya anticipadamente sabe lo que vendrá:



habrá paredes en abundancia para golpear mi incipiente seño

barro en cantidad suficiente para enterrar mis pies

sagrada podredumbre para inhalar mi desmayo

amplio mundo para llorar qué carajo

pero mientras tanto profesionalizo mi felicidad… (8-9)



    Al ir avanzando en mi lectura hasta el momento en que comienzan a irse de Osvaldo los últimos vestigios de la infancia –más o menos a mitad del poema-, sentía ese horror que se acercaba in crescendo, inevitable, expuesto impúdicamente en las palabras de su amigo Baldomero, cuya larga intervención me dejó emocionalmente exhausta, hasta romper a llorar en el momento cumbre, en que Osvaldo desdeña esas palabras presagiantes del mal, que todavía no le calan porque apenas lo ha entrevisto. No intento darle a esto una carga emotiva falsa, no creo ganar nada exponiendo algo que se podría ver como sensiblería; más bien aclaro que no suelo llorar ni leyendo los dramas más terribles, y menos en medio de la calle como me sucedió con El cumpleaños… Todo esto venía sólo para apuntar que en ese momento pensé que me encontraba ante el libro más hermoso del mundo, justo por presentar sin rebuscamientos nuestro lado más crudo. De manera increíble, esa voz que presentaba lo despreciable de la humanidad, lo hacía con ternura, casi en conmiseración con el horrible mundo que describía.

   Seguramente El cumpleaños de Juan Ángel no es el libro más hermoso del mundo, si es que puede haber tal fuera de una opinión personalísima; seguramente, tampoco es el más conmovedor, pero fue ambas cosas para mí, al menos en ese momento.





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